domingo, 6 de noviembre de 2011

una genialidad...

    Tal vez lo sea, una genialidad. Sólo tal vez. En cualquier caso es lo último que se me acaba de ocurrir para consumir en algo productivo intelectualmente el tiempo que no trabajo en algo productivo económicamente. Porque productivo económicamente no creo que esta genialidad mía llegue a serlo.
    Prolegómenos: hace un par de años, haciendo un curso de escritura creativa, el profe nos propuso la escritura de un relato (otro más, sí, es lo que tienen los cursos de escritura creativa). Y la propuesta era "una persona va andando por un camino".  El resultado es lo que sigue a esta explicación . Ahora bien, resulta que, como relato corto, queda... ¿escaso? ¿incompleto? Más bien parece el principio de una novela. Por otra parte, quedan algunos flecos, si es que a eso pueden llamarse "flecos", por pulir. Cito a mi profesor: 

  • Lo más importante es que el personaje principal necesita algo más de trabajo porque no está todo lo definido que requiere.  El punto de partida es el de una huída, pero no das detalle de cómo se produce: ¿estaba ya apresado por la Inquisición?  ¿Cómo consiguió escapar?  ¿Si escapó antes de ser apresado, cómo sabía que iban a por él?  Sólo la historia de un oficial de la Inquisición que te tenga fichado y que te ponga en busca y captura da para un capítulo entero, y merece la pena adentrarse en él.  Pocos datos más del personaje salvo que es un militar de origen morisco que ha participado en muchas batallas.  ¿No tiene familia?  ¿Cuál era su vida en España cuando volvía de la batalla?  Das pocos datos relevantes que ayuden al lector a visualizar al personaje con más claridad, y en este texto, a diferencia del de un cuento, el personaje no puede ser plano, sino más elaborado.

   Ésta es mi propuesta: un juego de creación conjunta abierto a quien quiera participar. Tomando el relato como punto de partida de una novela, propongo ejercitarme como "negro" e ir incorporando las aportaciones que aquellos que quieran participar en el juego puedan hacer. Es decir, yo escribo la novela basada en las ideas que los lectores me puedan aportar. Y si sale algo publicable y vendible, ya negociaremos la autoría.  Participación abierta a todos. 
  ¿Y por qué, se preguntarán algunos, no escribo yo la  novela y me dejo de jueguecitos? Pues porque ya tengo otra novela entre manos y bastante me está costando clarificar la trama y definir los personajes de una como para embarcarme en otra yo sola. Y me planteo esto como un juego, un ejercicio de escritura como "negro" literario. O simplemente porque no tengo ganas de pensar otra novela hasta que no tenga pensada la primera. O como un pasatiempo.


Y éste es el relato en cuestión:



Uno de capa y espada
Rodrigo de Zafra se detuvo jadeando y se escondió en un bosquecillo que había junto al camino. Ocultó su pequeño hatillo entre unas matas de romero y se encaramó a  un espeso alcornoque donde se ocultó en sus ramas más bajas hasta que pasaron los jinetes de la Santa Hermandad Nueva, ya no tan nueva después de más de siglo y medio de actividad. Ignoraba si iban tras él, pero, al oír los cascos de los caballos, prefirió no arriesgarse y había echado a correr hasta encontrar un lugar donde esconderse. Una vez que pasaron los cuadrilleros, fáciles de identificar por las mangas verdes de sus uniformes, bajó del árbol y salió con gran cautela al camino, mirando a un lado y al otro. No había moros en la costa, así que se colocó de nuevo su hatillo al hombro, intentado disimular la toledana que llevaba colgada a la espalda bajo la raída capa y reanudó su camino. Estaba a poca distancia del Puerto de Santa María y el viento le hizo llegar el sonido de las campanas de la iglesia que tocaban al Ángelus del mediodía.
Llevaba varios días huyendo. Rodrigo había combatido en el ejército real y participado en innumerables batallas en Flandes, Italia y Portugal. Tras su regreso, se ganó, a saber porqué, la enemistad de un oficial de la Inquisición que hurgó en su pasado hasta descubrir sus orígenes moriscos, pese a su cabello rubio, ojos azules y tez clara heredados de su madre, hija a su vez de una morisca de gran belleza de Valencia violada por un caballero extranjero, un noble soldado holandés al servicio de Felipe III.  
Desde que salió de Zafra, hacía ya muchos días, y hasta llegar a Sanlúcar de Barrameda, había caminado de noche, descansando y ocultándose durante el día, pero ahora el tiempo apremiaba y, en aquel verano de 1622, quería llegar a Cádiz a tiempo para embarcarse en la flota que zarparía dentro de unos pocos días, Dios mediante, hacia las tierras de Nueva España.
Volvió a oír caballos, y se apartó a un lado del camino, bajándose el ala del ancho sombrero y cubriéndose el rostro con la capa, pese al agobiante calor de agosto, algo mitigado por el viento del norte que soplaba. Un grupo de jinetes armados, unos doce, pasaron a galope tendido y, al cabo de unos minutos, vio cómo se detenían un poco más allá y dejaban el camino dividiéndose en dos grupos, cada uno de los cuales se dirigió a los peñascos a lado y lado de la carretera que formaban una especie de pequeño desfiladero.
Rodrigo sabía lo que eso podía significar,  bandoleros que preparaban una emboscada. Prudente, permaneció cerca de los árboles junto al camino avanzando a paso lento. Al cabo de un rato, oyó ruido de cascos otra vez y se ocultó tras un grueso pino. Pasó un lujoso carruaje tirado por cuatro caballos y sin adorno alguno de armas de casa noble. El carruaje llevaba las cortinillas cerradas y le acompañaba una pequeña escolta, cuatro guardias armados a caballo, también sin librea ni insignia, y otro más en el pescante junto al cochero, además de un carro cargado de equipaje tirado por un par de mulas de carga.
Rodrigo salió de su escondrijo y prosiguió su camino, no sin antes asegurarse de colocarse la espada al cinto, del mejor acero toledano , y de tener a mano la daga vizcaína enfundada, igual que la espada, en una ligera vaina de  cuero repujado. El camino, que circulaba junto a las marismas del Guadalquivir en dirección al Puerto de Santa María, era casi recto hasta el paso entre los peñascos. En la distancia vio al carruaje y su séquito acercarse a la cañada y detenerse de repente, y a los jinetes, hasta entonces ocultos tras las rocas, lanzarse al ataque. De lejos, y disimulándose tras uno de los árboles junto al camino, pudo adivinar que los agresores iban armados de ballestas, armamento poco habitual en los salteadores de caminos al uso. Los jinetes cayeron al suelo uno por uno, y también el cochero, el carretero y el guardia en el pescante, tras lo cual, dos de los atacantes abrieron las puertas del carruaje y dispararon sus ballestas a boca de jarro contra sus ocupantes, dos veces cada uno. Todo el episodio transcurrió en silencio y muy deprisa, apenas unos minutos. Los agresores arrancaron al galope en dirección a Sanlúcar tras asegurarse de que en el lugar del asalto no quedaba nadie con vida. Rodrigo se lanzó al suelo y se escondió tras unos matorrales. Los jinetes no parecían bandoleros y, cuando pasaron ante él, aparentemente sin percatarse de su presencia, le pareció ver bajo la capa de uno de ellos la insignia del Conde-Duque de Olivares.
Esperó unos minutos antes de salir de su escondrijo. Se sacudió el polvo de la ropa, ya casi unos andrajos, después de tanto tiempo, y con una mano sobre la empuñadura de la espada y la otra sobre la vizcaína, todos los sentidos alerta y presto a defenderse ante cualquier posible ataque, se acercó con sigilo y prudencia al carruaje. Los guardias, el cochero y el carretero yacían muertos en el suelo y en la cuneta, todos con una flecha de ballesta clavada en el torso. Asomó la cabeza en el interior del carruaje y vio los cadáveres de dos hombres con dos saetas cada uno en el pecho. “Malditos canallas”, se dijo a sí mismo, “¿no les bastaba con una?, ¿para qué ensañarse con estos pobres desgraciados?”.
Examinó los cuerpos detenidamente, aunque sin perder tiempo innecesario. En cualquier momento podían reaparecer los cuadrilleros de la Santa Hermandad, y tomarle a él como el responsable de ese desmán. Ya era un fugitivo, no necesitaba que, además, le creyeran un asesino.
— ¡Voto al diablo! — juró en voz alta, sorprendido, al ver el anillo del cadáver del hombre más joven. Llevaba grabadas las armas de la casa de Villamediana. Después se fijó en él. Era rubio y de ojos azules, de una altura y envergadura similar a la de Rodrigo, y parecía tener su misma edad, alrededor de unos 35 o 40 años. Siguió examinando el interior del carruaje y encontró una escribanía de viaje con recado de escribir. Bajo el compartimiento que guardaba plumas y tintero, encontró un manuscrito, un poema que contenía una famosa redondilla
Sépase, pues ya no puedo
levantarme ni caer
que al menos puedo tener
perdido a Fortuna el miedo
— ¡Válgame el cielo!, — exclamó — ese poema lo conozco, es del señor Juan de Tassis, el noble poeta y amante de la reina.
 En la bolsa que llevaba colgando el cadáver del hombre rubio encontró un salvoconducto a nombre de, efectivamente, Juan de Tassis y Peralta, conde de Villamediana, firmado por el rey, y dos cartas, también del rey, Su Católica Majestad el joven Felipe IV, una de ellas lacrada con el sello real dirigida al Virrey de las Indias y la segunda, dirigida al almirante de la flota de Indias en la que le ordenaba instalar en el barco de la flota que le pareciera más adecuado al Conde de Villamediana y a sus acompañantes, y desembarcarlos en Cartagena de Indias. También ordenaba al almirante que instruyera a quién fuera necesario en las Indias para que al dicho conde nunca le fuera concedido pasaje de regreso a España.
— ¡Voto a Dios y al diablo! ¡A fe mía que la diosa Fortuna me acaba de conceder una gran merced y tal vez salvarme la vida!— murmuró entre dientes.
A toda prisa y sin perder ni un instante, abrió uno de los cofres del equipaje y sacó la ropa necesaria.. Se deshizo de sus harapos, que guardó junto a la ropa de los nobles, y se vistió: medias, calzas y camisa blancas, calzones de seda azul, un jubón también de seda azul, una ropilla ligera de verano y un sombrero adornado con plumas azules.  Se calzó las botas del conde y volvió a cerrar el cofre.
En el interior del carruaje encontró un pequeño cofre con dinero y cartas de crédito, y las bolsas de los dos caballeros, con monedas y documentos, que se colgó en bandolera. Abrió una caja de madera tallada y vio que contenía un pistolete catalán, una pequeña joya de un conocido artesano de Ripoll, que cargó y se calzó a la cintura, junto a la vizcaína. Recogió todo lo que pudiera haber de valor e identificar a los muertos, sin olvidarse del anillo del conde y de las joyas y documentos que llevaba su acompañante. Tomó un reloj de cadena del cadáver del acompañante, uno de esos que llamaban “huevos de Núremberg”. Nunca había visto uno de cerca y éste era de oro con la tapa labrada. Por curiosidad, lo abrió y miró la hora: la aguja señalaba algún punto entre las dos y las tres.
Colocó en el carro algunas de las armas que recogió de los cadáveres de los guardias: una ballesta, un arcabuz, una bolsa con balas y un par de cartucheras de las llamadas “doce apóstoles”, además de la pólvora en grano, flechas para la ballesta y todos los accesorios necesarios para el pequeño arsenal con el que acababa de hacerse. Cargó también el equipaje que viajaba en la baca del carruaje.  
Por último, se quitó el cinto y la espada, que colocó junto al resto de las armas, y los sustituyó por los del conde, que llevaban el escudo de la casa de Villamediana grabado en la hebilla y en la cazoleta de la empuñadura. Después, introdujo todos los cadáveres en el carruaje, le quitó el freno y, conduciendo los caballos por las bridas lo alejó del camino, llevándolo hasta un bosquecillo donde lo ocultó lo mejor que pudo. Dejó las puertas abiertas con la esperanza de que las alimañas hicieran pronto su trabajo e impidieran identificar los cadáveres.
Desenganchó y desenjaezó los caballos del carruaje, los ató a la carreta junto a dos de los mejores caballos de monta de los guardias y alejó a los otros dos de la zona. Esperaba que nadie encontrara el carruaje y los cadáveres hasta después de zarpar la flota. De todos modos, ¿acaso el Conde-Duque buscaría a alguien que él y sus hombres ya sabían muerto? Por otra parte, ¿quién echaría en falta a alguien a quien el rey había enviado al destierro? Y Rodrigo se había llevado cualquier documento y objeto que pudiera delatar la identidad de los muertos. Borró las huellas que había dejado junto al camino, se encaramó al pescante de la carreta, tomó las bridas y, azuzando a las mulas, emprendió el camino para llegar lo antes posible a Cádiz.
Unos meses más tarde, Juan de Tassis y Peralta, conde de Villamediana, desembarcaba en Cartagena de Indias y exigía, en nombre de Su Católica Majestad el rey Felipe IV, ser recibido por al gobernador. 


martes, 18 de octubre de 2011

ME PROSTITUYO....



Señoras y señores, gente en general,

Visto lo visto y ante la crisis general que nos afecta a todos, y la que a mí en particular me afecta, ya que soy autónoma

Expongo:

Que a la vista de que no me entra trabajo
Y de que si me entra no cobraré ni un céntimo hasta tres meses después de entregarlo
Que a la vista de que mi talento creativo, igual que el volcán de El Hierro, busca algún intersticio, abertura o boquete por donde alcanzar la superficie

He decidido prostituirme.

Que no cunda el pánico todavía entre la población. No venderé mi virginidad a precio de oro en subasta pública en Internet, entre otras cosas porque ya no dispongo de dicho bien (ni del dinero para restaurarlo, por mucho que a lo mejor resultara una inversión ventajosa).

Tampoco venderé  mi cuerpo serrano, ya que no sería rentable. Los señores de Standard & Poors y otras agencias de calificación rebajarían mi rating en cuanto me vieran venir de lejos,  no a AA negativo, sino hasta ZZZZZZZZZZZZ negativísimo (¿cuál es el superlativo de negativo, si es que negativo tiene superlativo?).

No señores, nada de eso. He decidido prostituir mi pluma y vendérsela al mejor postor.

Señoras y señores, ¿alguien quiere escribir su autobiografía? Yo se la escribo a buen precio, y encima le pongo por las nubes, como a la duquesa.

¿Quieren dar una buena imagen ante ese público que les pone a parir? Comprénme la pluma, la pondré a su servicio y cuando su historia se publique, se harán de oro con las entrevistas.

¿Tiene usted una buena idea para una novela y no sabe juntar tres palabras? No se preocupe, yo le pongo las palabras a su idea. Y usted pone, además, el editor.

¿Es usted de aquellos a los que ya no llaman casi nunca para salir en la tele en esos apasionantes programas tales como Sálvame de Luxe y similares? ¿Ni siquiera para Supervivientes? Entonces necesita escribir su autobiografía. Necesita que YO  le escriba su autobiografía.

¿Es usted un político que después de las elecciones se va a quedar, pobrecito, en la calle, con una mísera pensión vitalicia de 70 mil euros al año? No se preocupe, yo le escribiré sus “Mis días en…”

Y si, sencillamente, es usted una persona normal y corriente que necesita alguien que le redacte o escriba lo que usted no tiene tiempo y no puede, también puedo echarle un cable por un precio razonable. Y me sentiré más feliz porque entonces no hará falta que me prostituya.

PONGA UN NEGRO EN SU VIDA, PUBLIQUE ALGUNA COSA ESCRITA POR MÍ.